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Santo de hoy: San Matías, apóstol

Clemente de Alejandría, basándose en la tradición, afirma que san Matías fue uno de los setenta y dos discípulos que el Señor envió a predicar durante su ministerio;…

Los Hechos de los Apóstoles (1,15ss.) nos dicen que Matías acompañó al Salvador, desde el Bautismo hasta la Ascensión. Cuando san Pedro decidió proceder a la elección de un nuevo Apóstol para remplazar a Judas, los candidatos, escogidos entre los más dignos, fueron un tal José, y Matías. Después de pedir a Dios que dirigiese la elección, los Apóstoles sortearon los dos nombres; la elección recayó sobre Matías, quien pasó a formar parte del grupo de los Doce. El Espíritu Santo descendió también sobre él en Pentecostés y Matías se entregó celosamente a su misión. Clemente de Alejandría afirma que se distinguió principalmente por la insistencia con que predicaba la necesidad de mortificar la carne para dominar la sensualidad, y él mismo practicaba esta lección que había aprendido de Jesucristo.

 

Según la tradición, san Matías predicó primero en Judea y después en otros países. Los griegos sostienen que evangelizó la Capadocia y las costas del Mar Caspio, que sufrió muchas persecuciones y vejaciones de parte de los pueblos bárbaros donde misionó y que obtuvo finalmente la corona del martirio en Cólquida. No existen datos ciertos sobre la forma en que fue martirizado, pero los «Menaia» griegos y otras fuentes legendarias sostienen que fue crucificado. Se dice que su cuerpo estuvo mucho tiempo en Jerusalén y que santa Elena lo trasladó a Roma, y de allí llegaron a Tréveris (Trier), en Alemania, ciudad y diócesis de la que es patrono.

Aparte del breve pasaje de los Hechos de los Apóstoles, no existe ninguna otra fuente fidedigna sobre San Matías, pero su nombre aparece frecuentemente en la literatura apócrifa. El «Acta de Andrés y Matías en la ciudad de los caníbales» es una novela griega que data, según algunos autores, del siglo II, y alcanzó gran difusión. Existen traducciones de dicha obra en sirio, armenio y copto. Orígenes conoció además un evangelio apócrifo de Matías; se ha discutido mucho acerca de la identidad de ese evangelio con las «Tradiciones de Matías», de las que Clemente de Alejandría cita una o dos frases. Su fiesta tradicionalmente se ubicaba el 24 de febrero, pero por caer siempre en Cuaresma, se optó -en la nueva distribución del calendario santoral- por trasladarlo al 14 de mayo, que siempre cae dentro del tiempo pascual.

 

Hasta aquí lo que, con apenas retoques, leemos en el Butler, uno de los que con más sobriedad cuentan los hechos, escasísimos, que conocemos. Las «tradiciones» de las que se hace eco Clemente de Alejandría deben tomarse siempre con cierta prevención crítica, ya que es autor muy dado a confundir tradición con habladurías ocasionales; es verdad que cuando nos faltan fuentes, uno se aferra a lo que sea. Pero posiblemente deba resistirse el impulso de querer saberlo todo sobre todos los detalles de la Iglesia inicial.

 

Lo que la cuestión de Matías plantea, a mi entender, es el modo como la Iglesia inicial vivió la compleja cuestión de la apostolicidad: por un lado, apóstol es todo «enviado oficial», «enviado en nombre de...», cargo que existía ya en las sinagogas; y en ese sentido, en tanto Jesús envió a muchos, no sólo a los Doce, sino a todo bautizado, todos somos apóstoles. Sin embargo, despunta un uso especial del término, por ejemplo, en Pablo, cuando dice «no me envió Dios a bautizar sino a anunciar...», Pablo siente que su envío tiene algo de especial, y lo signa con el título de «apóstol», e incluso en nombre de esa autoconciencia apostólica escarnece a quienes creen que el título es una especie de título nobiliario, «esos que se creen superapóstoles». ¿Quiénes serán esos, tomados en el caso de esta cita de Pablo, negativamente? ¡pues, los Doce! un tercer uso, más específico, yo diría ultraespecífico y ultraproblemático, fue esto de llamar «apóstoles» a un grupo especial que representaba cierta elección directa de Jesús, y que tenía como condición -lo vemos en Matías- el haber estado con Jesús en su vida pública y ser testigo de la resurrección.

 

Evidentemente el «Colegio de los Doce», esa institución tan propia de la Iglesia inicial, no podía durar. Incluso aunque supusiéramos que cuando se fueran muriendo uno por uno, los hubieran reemplazado echando suertes -cosa que no ocurrió-, necesariamente se acabaría cuando muriera el último que pudiera ser testigo presencial. Los Doce eran esencialmente una institución provisoria. Por supuesto que los obispos son herederos de los Apóstoles, y que la colegialidad episcopal retoma la colegialidad de los Doce, eso no lo discuto; sin embargo los Doce como tal, el hecho de que deban ser doce y no trece ni cinco, y mucho menos una cantidad enorme e indiscernible, fue una institución pasajera, tal vez duró poquitísimo tiempo. Y sin embargo sirvió como molde y modelo a la «apostolicidad». Hasta tal punto que un libro más bien tardío, el Apocalipsis, escrito cuando seguramente la institución de los Doce ya no existía, hablará de los Doce como realidades simbólicamente ligadas a las Doce tribus (que tampoco existieron mucho tiempo, dicho sea de paso).

 

Los Doce, y la necesidad de elegir a Matías para completar el número, nos hace pensar en cuánto desconocemos de la Iglesia inicial, cuánta hipótesis -a veces incluso aventurada- debemos hacer. En cuán trascendente y misteriosa es la Iglesia inicial respecto de la misma Iglesia en cualquier otro momento de la historia. Identidad y a la vez no-identidad; fidelidad a un proyecto de Jesús para su Iglesia, y a la vez necesidad de recrear las formas cada vez de nuevo, aunque no partiendo de cero, precisamente porque allí está, modelando e iluminando, la realidad irrepetible de la Iglesia inicial.